La verde edad del viento by Juan Malpartida Zevallos

La verde edad del viento by Juan Malpartida Zevallos

autor:Juan Malpartida Zevallos [Malpartida Zevallos, Juan]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Relato, Realista
editor: ePubLibre
publicado: 2008-05-15T00:00:00+00:00


LA VERDE EDAD DEL VIENTO

Para Juan y Rodrigo, mis hijos.

Cuando papá murió el corazón se me redujo a la mitad. Me abracé al ataúd para no dejarlo partir, aplasté mi nariz a la caoba negra y en el brillo me pude ver: era un enano rojo bien peinadito y con la mirada más triste como nunca pude ver en otros niños jamás. Había amanecido lloviendo; no dejó de llover toda la mañana. Desfilaron decenas de personas que había dejado de ver en mucho tiempo. Me despertaban en cada abrazo y en cada uno de ellos hacían llorar a mamá. Desde una silla contemplaba toda la sala, mis hermanos preferían estar en el cuarto contiguo. Miraba el primer artefacto eléctrico serio que papá había traído a casa. Era un equipo de sonido largo: ahora recién podía saber por qué decían que se parecía a un ataúd. Debajo estaba el disco de Lucha Reyes, aquella morena al que mi papá adoraba, a la que acercaba su pausada voz para juntos cantar llevando a un pobre niño sujeto de la mano mientras sus lágrimas iban bañando sus mejillas gordas.

El sonido de la lluvia hacía más triste la mañana.

No me dejaron ver a papá cuando dijeron que iban a cambiarle de ropa. Mi hermana planchó su terno en la mañana. Mi tía monja me había dicho que algunos muertos resucitan, que la ampolla que le acaba de poner el doctor al corazón podía hacer efecto muy pronto. Por eso nunca me moví de la sala y si hubiera tenido que quedarme hasta hoy que tengo cuarenta años lo hubiera hecho. Quería volverlo a ver sonriendo, llegando por la esquina del barrio con los chocolates sublime dentro del bolsillo. Después de muchos años supe que le habían inyectado formol para evitar el olor de la inevitable putrefacción. Pídele a Dios, me dijo luego la tía monja. Estuve rezando bajito sin que nadie se diera cuenta hasta que me quedé dormido. Cuando me levanté había gran alboroto. Había muchos carros y más gente, muchos más, tanto como la Procesión del Señor de los Milagros que recorría las calles de El Tambo. Olía a flores. Hoy ese olor me es insoportable hasta el extremo que no entiendo por qué las flores se pueden asociar con la felicidad. Empecé a buscar a mi madre. Allí estaba donde siempre la había dejado antes de dormir, en un rincón, desencajada; pero con una extraña fortaleza que hoy la admiro cuando la contemplo, sin dormir cuarenta y ocho horas, porque a cada hora que me levantaba ahí estaba, con un pañuelo blanco apretado en la mano izquierda, flaca y más mamá que nunca. La miraba y comprendía a través de ella el dolor. Mis dos hermanos mayores estaban de negro absoluto. El mayor hablaba con los tíos que habían llegado de provincia. Los amigos del barrio se aglomeraban por todos lados prestos a cualquier servicio que se les pidiera. Pensaba: todos parecían una familia muy unida, me sentía tan protegido aun



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